El problema de la nada
«No hay un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía». Así sentencia Albert Camus, uno de los filósofos más resaltantes del existencialismo francés, sobre la cuestión de la filosofía en su libro El Mito de Sísifo. En esencia, podríamos resumir decenas de hojas de un libro meramente existencial solo para responder a un cuestionamiento que, a decir verdad, trasciende, no solo al mundo y la vida, sino a la muerte en sí misma. Y es que la disputa filosófica más básica de todas se ha reducido al siguiente cuestionamiento que muchas veces, en nuestro incansable afán de coparlo todo, nos olvidamos ¿Por qué existimos?
Podríamos recrear la historia de la humanidad en cientos de miles de páginas, pero este no es el sentido de nuestras reflexiones en este momento, hace falta relacionar la cuestión existencial con la idea de la revolución y el nihilismo, no sin antes partir de las reivindicaciones de uno y otro. Esto no significa que, más allá de esta reflexión, haya más preguntas que resolver. El genio helénico ha sido la principal fuente de sabiduría para occidente desde la ruptura del mundo mítico, pues desde aquí parte el asunto de la existencia como tal ¿de dónde venimos y para que venimos?
Como vemos, todos los caminos conducen al asunto existencial de resolver, con afán desgarrado, aquel fundamental cuestionamiento que a pocos nos quita el sueño. Sin embargo, el ser humano ha ido avanzando a través de la historia y disipando de manera práctica sus problemas sin profundizar, en muchos de los casos, esta inevitable conexión que existe entre el ser y la trascendencia. Digamos que hemos aprendido a transformar el mundo sin cuestionar el valor del mundo.
Ante la cuestión existencial partimos del punto nulo, del vacío, de la nada. Todos nuestros problemas nacen, evidentemente, por la nada. Profundizamos aquí en la filosofía y partimos desde la nada como negación del mundo real. La nada es, entonces, aquello que no nos deja vivir en paz. Aquel motor que, a muy pocos y no muchas veces, lleva a negar el mundo como tal. La nada, sin embargo, tiene una dicotomía entre la pura conformidad y la transformación. Quien niega la vida, la transforma. No obstante, y desde el otro extremo de la senda, quien niega la vida, la destruye. Dentro de estas contradicciones surge la nada, y esto lo lleva a efectuar un movimiento u otro dentro de las esferas privadas o públicas.
El nihilismo y la rebelión
Dentro de los aspectos de la nada, el nihilista niega la vida, niega el mundo, y niega el todo. Se aproxima al vacío y reconoce su miseria reflejada en el mundo. Para él las cosas no tienen ningún valor porque el valor reside solo en lo que la gente acepta como tal. Pero el nihilista posee un dilema moral, un dilema metafísico, un dilema que lo aproxima más allá que el resto. Porque su problema fundamental es existencial. Ha negado su naturaleza y, no dispuesto a vivir con ello, niega la naturaleza del mundo de las cosas, del mundo de los vivos y del mundo metafísico. La negación del mundo no lo deja soñar, no lo deja dormir, no lo deja vivir. El nihilista quiere rebelarse ante esto, porque ve en el mundo la miseria que refleja su vida. Quiere, entonces, transformarlo.
Una vez negada la vida y negado el mundo, el nihilista se convierte en rebelde. Se rebela ante todo lo establecido. Se rebela ante el orden moral del mundo, como diría Nietzsche haciendo referencia al nihilismo activo. Parte de la nada para crear su nueva vida y su nuevo mundo; es decir, su todo. No satisfecho con lo que posee, al negar todas las cosas debajo del sol, cumple su función principal de agente de insurrección. Al negar la vida, el mundo y su moral, se rebela, principalmente contra Dios: es Prometeo rebelándose contra los dioses; son los hijos del Edén desobedeciendo al viejo Dios. Pero en nuestros tiempos Dios ya no es más un ente capaz de mover el mundo, ahora es la moral lo que lo mueve. Entonces, el nihilista destruye la moral para crear sus propias reglas. Es la transformación del espíritu del León al niño y la trasmutación general de los valores en Zaratustra. Es volver a crear y volver a empezar, a través de la rebelión de Dios y su moral: es fundar lo nuevo sobre lo viejo.
Al no estar conforme con la vida ni con la muerte, el rebelde propone nuevos horizontes que conforman un nuevo mundo. Diría Albert Camus en el Hombre rebelde «la insurrección humana, en sus formas elevadas y trágicas, no es ni puede ser una larga protesta contra la muerte». El rebelde supera al muy decadente pesimista existencial. En ese sentido, trasciende al pensamiento original del nihilismo pasivo para elevarse hacia la figura práctica del nihilismo activo – la creadora de nuevos mundos.
El rebelde, una vez blasfemado contra Dios y su moral, se propone a crear nuevos modos de pensamiento. Es un ser renacido, se rebela ante su creador solo para ser dueño de su propio destino. Es creador de nuevos mundos. Pero no está conforme. El rebelde sabe que el mundo como tal, real y concreto, trasciende a la divinidad, y es por ello que, no solo profana la tumba del viejo Dios, sino que niega la historia en su totalidad.
De la rebelión metafísica le sigue la rebelión histórica. Aquí el rebelde toma acción práctica contra el mundo. Toma decisiones que estriban entre los vivos y los muertos. Toma acción, toma partido, toma postura por muchos, por pocos. Una vez realizado el gran asesinato contra Dios, como los Jacobinos en Francia revolucionaria y los Bolcheviques en Rusia Zarista, el rebelde desea más justicia. El rebelde se atribuye la fuerza y la voz del pueblo, merece dirigir la voluntad de la gente. Ha roto el viejo esquema de la existencia en la que niega el mundo: él desea un nuevo mundo para todos. Este rebelde trasciende la moral Nietzscheana. No busca, esencialmente, la superación del hombre hacia el Übermensch, lo que busca es el paraíso terrenal para todos.
Los caminos con los cuales se encuentra el rebelde, luego de negar la historia, son inciertos, están llenos de turbulencias, pesares y dolores. El rebelde ha presenciado el sufrimiento de cerca. El fuego radiante del sol naciente que despunta en el horizonte de la vibrante injusticia, lo ha transformado en un ser rebelde; entonces, quiere vengarse.
La revolución
Existen miles de caminos que conducen a la revolución: uno de ellos es el problema de la nada. La nada es el motor para los nihilistas que han negado el mundo, y como tal han querido transformarlo. No solo basta la continuidad de la vida, sino hace falta transformar las condiciones materiales y existenciales. El rebelde se muestra aún ajeno a estas premisas. Para ascender al siguiente paso hace falta canalizar la indignación y el odio nacional en un bloque histórico. Ha creado sus propios valores, sus propias reglas, e imagina un nuevo mundo, lejos del mundo establecido por los dioses y los poderosos. El rebelde confluye y se une en una totalidad, pues de la nada ha surgido la esbelta idea de un paraíso terrenal, y esto es un sueño prometedor.
La belleza del mundo radica en que puede ser transformado por los seres humanos. Aquí toma su consigna primera, y se abandera. Toma postura, se junta en bloques y se convierte en revolucionario. El revolucionario es nihilista, cree en la nada y en la negación del mundo, y por ello, trasciende de lo individual, convirtiéndose en un nuevo sujeto social colectivo: es todo y nada al mismo tiempo.
El revolucionario lo desea todo. Quiere el poder que radica en el gran leviatán. Hace lo posible para alcanzarlo, para tomar el cielo por asalto. Pero es expuesto ante el mundo como el gran asesino. Aquí tengo una ruptura extensa con A. Camus, pues, de alguna u otra forma, las revoluciones han generado impactos significativos en la historia de la humanidad. G.W.F. Hegel, por ejemplo, decía que las guerras son meros mecanismos de cambios sociales, y que esta hace que opere libremente el flujo dialéctico en la historia.
Aquí le doy un nuevo significado a las palabras en la medida de lo posible y en cuanto tenga la certeza de que las cosas han sucedido por la voluntad colectiva de los hombres. ¡Oh, el monstruo me toma por una asesina! Gritaba Carlota Corday en la Francia revolucionaria. Así nos gritan a nosotros, dicen los revolucionarios ¡Queremos destruir al monstruo, fuente de todas las injusticias, fuente de toda negación! Pero estos caminos turbulentos y de ásperas acciones nos dejan fuera de sí.
Los revolucionarios deben aceptar su propia naturaleza, aquella naturaleza que ha surgido de la negación de la vida, del mundo y de Dios. Aquella naturaleza que es transformadora y creadora de mundos nuevos, de nuevos paraísos, de nuevas fuentes del saber y del pensamiento. Aquella naturaleza que es agente de cambio, de insurrección contra todo aquello que es injusto, contra todo el espanto que proviene de afirmar que el mundo como es en estos tiempos es bueno. El revolucionario del siglo XXI es íntegro. Es canalizador de la indignación general de los pueblos. El revolucionario de hoy sigue siendo un nihilista y un rebelde, porque niega el horror y los crímenes del mundo. Pero por sobre todas las cosas, el revolucionario es aquel que ha trascendido al yo individual solo para insertarse en el campo de lo colectivo: es un ser que ha nacido de la nada para transformarlo todo.
Por José Ramirez Mendives
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