La noche estrellada, Van Gogh

¡Qué desilusión! Insisto en que es un fraude, insistentemente como se nos insistió: “Mijito, coma, abra la boquita”. No nos decían “abra la jeta, cabro de mierda”, todo porque había visita. Y sobre todo, cuando nos llevaban a almorzar donde la tía abuela, en coche nuevo, que tenía encajes celestes y cascabeles. La tía abuela chocha nos embutía desde carne cruda hasta un cigarrillo americano. Luego nuestros padres iban a jugar canasta y a tomar Martini, y uno que era así de pequeño no hallaba otra cosa más entretenida que ponerse a chillar, entonces la tía abuela y la mamá corrían a preguntarnos “¿qué le pasó a mi hijito?, ¿acaso se atoró con el humo o le cayo mal el flan de leche?” Y uno con la más estúpida inocencia no hallaba otra cosa que hacer más que seguir chillando. En fin. Así desde que éramos unos fetos tenebrosos nos iban acostumbrando a ser idiotas, hombres maquinas en vez que hombres pensantes, y al fin los más perfectos juguetes de la sociedad.

Y así, cuando uno cumple los 15 y puede ponerse al fin los tan esperados pantalones largos nos llevamos la primera desilusión, pues empezamos a tratar a las hembras de “señoritas”. Y después de caer en sus redes, peligrosas y trepadoras, nos damos cuenta de que ni para hembra les alcanza. Todo es un fraude en esta vida. Luego a los 20, que no nos pudimos meter a la universidad, que no tenemos plata, que el viejo nos manda a la cresta por flojos y etcétera, etcétera.

Luego a los 30 nos damos cuenta de que no hay nada que valga la pena, excepto, lógicamente, que escuchar la caja de música. Nos damos cuenta de que somos unos viejos anticuados y solterones, y que por qué no nos casamos, que tendríamos compañía, y etcétera, etcétera.

A los 40 ya nos hemos acostumbrado a vivir solos, a aguantar al jefe e incluso a comer pescado. Nunca pensé que llegaría a tal extremo. Nos levantamos los domingos a las diez a leer el diario, a prepararnos un café cargado, nos ponemos a escuchar a Gardel… aunque en estos tiempos bien podría ser Elton John.

Luego a los 50 es el acabose, porque recién nos venimos a dar cuenta de que no leímos nunca a ¡Dostoievski! Y buscamos desesperadamente a un amigo que nos preste un libro de él y nos damos cuenta de dos cosas: primero, que no tenemos amigos; y segundo, que los pocos que tenemos jamás nos prestarían un libro de Dostoievski. Nos acordamos de que nunca fuimos al café de la esquina. Mejor dicho, lo terrible de los cincuenta es el arrepentimiento de todo lo que no hicimos. Pero ya estamos conscientes de que se nos fue la vida… y eso es lo penoso, aceptarlo. Nos quedamos solterones con algunas frustraciones amorosas que prefiero ni recordar. Estamos pálidos, a menudos cansados y de vez en cuando tenemos que avisar a la oficina que no podemos ir porque estamos con jaquecas, entonces viene la secretaria a tratar de convencernos de que jubilemos, y nosotros que no. Y la secretaria dale con que jubilemos y nosotros dale con que no.

Sí, estoy convencido de que lo peor son los cincuenta. Así un domingo por la mañana se nos ocurre abrir la ventana que da a la calle y descubrimos que la gente pasa apurada, que a un perro sarnoso lo pisan los niños juguetones, que en la esquina hay un ciego que agita un tarro constantemente hasta que pasa una beata y le tira un veinte, entonces el ciego dice “que dios se lo pague”. Pero luego pasa un joven de los de ahora, insolente y sucio, y dice “dios no existe señora, así que perdió su plata”. Solo entonces comprendemos porqué mierda no estamos viviendo en Buenos Aires… en un buen hotel, con gente decente, tal como en una ciudad europea, pero no. Estamos aquí como idiotas. Solo entonces comprendemos porqué el organillero toca todos los días nuestra canción preferida, porqué le caemos tan mal a la vecina, porqué no nos gustan los gatos. En fin, entonces comprendemos muchas cosas. Hasta porqué no funciona el televisor… debe ser por una falla eléctrica.

Bueno, en realidad comprendemos tantas cosas y nos dan ganas de llorar. Insisto con que nos dan ganas de llorar… e incluso nos olvidamos de que los hombres no lloran y a pesar de todo lloramos, por primera vez con pena, arrepentimiento, amargura… y por sobre todo con nostalgia y con miedo. Nostalgia de los días en que fuimos con coche nuevo a almorzar donde la tía abuela y miedo de la muerte que nos tantea y que, al fin, decidida, nos esperará a la vuelta de una asquerosa esquina, de esta asquerosa ciudad.

Bárbara Délano*

 

 

*Destacada poeta chilena, fallecida en Lima en el accidente aéreo del vuelo 603 de AeroPerú en 1996.