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Debemos empezar señalando que la asociación que se ha hecho sentido común respecto a que “el fin justifica los medios” como una idea central en el pensamiento de Maquiavelo no es así. De hecho, aquella asociación responde más a una caricatura que a una forma sintética de acercárnosle. Este pensador más bien pone por sobre la mesa de discusión una serie de elementos claves en el devenir de la vida política de los pueblos.

Maquiavelo en sus escritos, El Príncipe en este caso, hace una reflexión no en torno a “cómo debiera ser” la praxis política sino más bien su foco es en “cómo funciona” realmente las relaciones de poder entre los distintos actores. Esa reflexión aterrizada entre el mundo de las ideas y la cotidianidad política nos es interesante en la medida que el componente clave de la acción política es la estrategia y la táctica.

El tema de la cotidianidad política en las relaciones de fuerzas plantea al militante revolucionario varias preguntas que pueden permitir problematizar y reflexionar sobre aquello ya que es ineludible a la acción política misma. El arte político revolucionario aspira a transformar las formas existentes por otras que superen los límites que existen en un contexto determinado. Sucede a su vez que ese ‘nuevo arte’ actúa, en condiciones de desigualdad, en un contexto que no es posible escoger. Las fuerzas transformadoras tienen que actuar entonces en un contexto donde son aún hegemónicas las fuerzas de la vieja política.

El problema del sentido que guía la cotidianidad política resulta entonces fundamental. Una fuerza revolucionaria cuando irrumpe en la disputa política lucha por construir un nuevo marco de juego, pero desde dentro y en confrontación con otro mayor por lo cual su acción no puede ser indiferente al accionar de la vieja política. De ese modo las fuerzas transformadoras se ven obligadas a responderle a la vieja política, no les es posible desconocer las reglas existentes, pero tampoco le es posible renunciar a sus objetivos transformadores. Maquiavelo señala, por ejemplo, que un príncipe que quiera ser ‘bueno’ y pretenda ser siempre ‘bueno’ entre tantos que no lo son estaría condenado a la derrota, por ello el príncipe debiera estar dispuesto a dejar de ser ‘bueno’ cuando el contexto ponga en juego su permanencia, pues es el único modo en que un príncipe pueda persistir entre tantos ‘malos’. En este caso dejar de ser ‘bueno’ no significa convertirse en lo ‘malo’, sino actuar con la astucia y la inteligencia suficiente para contener los embates de la pugna con vieja política.

Carlos Pérez Soto, en una charla de hace varios años ilustraba de un modo certero, aunque en crítica a lo que él denomina el idealismo ético, esta tensión entre la cotidianidad política, la irrupción de fuerzas transformadoras y la disputa con la vieja política: No había que ser el Ché [a quién lo pone como portador de un idealismo ético para graficar su ejemplo] había que ser Fidel. Había que meter las manos al barro y quedarse durante 50 años hasta que quedará como tenía que quedar. Eso es lo que había que hacer. Había que estar dispuesto a meter las manos al barro de la historia. El que diga yo he participado pero tengo las manos limpias quiere decir que no ha hecho nada. Hay que ensuciarse las manos. Hay que ser capaz de negociar cuando haya que negociar, hay que ser capaz de retroceder cuando haya que retroceder y hay que ser capaz de ir incluso a instalar la barricada cuando haya que avanzar. Lo que queremos es no ser los buenos, nosotros somos los malos.

Las reflexiones de Maquiavelo apuntan a ver el arte de la política desde un humanismo afirmativo, pero a la vez profundamente pesimista y realista de los sentidos que guían a los hombres y mujeres –ya que estos estarían mediados por la lógica de la vieja política– que para él viven en medio de un mundo decadente. Maquiavelo no se hace ilusiones con los hombres y mujeres, no los idealiza ni los romantiza, son humanos atravesados por las pasiones y la historia.

Por Víctor Cárdenas